lunes, 19 de marzo de 2012

Evolucion del sistema escolar

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ANALIZAR LAS DIAPOSITIVAS QUE APARECEN EN LA SIGUIENTE PÁGINA, ELABORAR UNA LINEA DE TIEMPO Y PREPARAR SOCIALIZACION.

TRABAJO EN EQUIPO- 3 ESTUDIANTES


Evolució histórica del sistema escolar - RUA

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Evolució histórica del sistema escolar. Dr. Salvador Peiró i Gregori. Profesor Titular de Universidad. 1977/78: Valencia. 1986: Granada. 1997: Alacant ...


HISTORIA DE LA EDUCACION


domingo, 11 de marzo de 2012

¿Por qué y Para qué educar?

ESCUELA NORMAL SUPERIOR SOR JOSEFA DEL CASTILLO Y GUEVARA
PENSEMOS SIN CUENTA…
FILOSOFÍA


En equipo de tres personas, realiza la lectura siguiente, elabora un mapa mental y prepara sustentación.

EDUCAR, ¿PARA QUÉ?
Eduardo Santa


Tomado De: pensamientoycultura.unisabana.edu.co/.../1815


Resumen: La filosofía de la educación nos remite al problema de su finalidad. ¿Educar para qué? Es innegable que durante el último siglo, se han logrado notables avances en el campo de la metodología y de las técnicas de la enseñanza y, más concretamente, de la instrucción, con la ayuda de los avances tecnológicos, como la aplicación de los medios audiovisuales. Pero, en cuanto a la educación misma, a sus objetivos, a su esencia, es decir, la filosofía de la educación, sufrimos un considerable retroceso. Si en la escuela, en el colegio o en la universidad no se atiende a la formación del carácter, a la transmisión de valores morales, no se está educando. Cuando más, se transmiten conocimientos en ciencias, en artes y en tecnologías, para un hombre deshumanizado, pobre en metas y pobre en ideales.


* Abogado, sociólogo y escritor colombiano. Profesor emérito de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro de la Real Academia Española de la Lengua y de la Academia Colombiana de Historia.


Pocos temas tan trajinados en todas las épocas de la historia como éste de la educación. Con todo lo que sobre ella se ha escrito se podrían formar bibliotecas de grandes dimensiones en todos los idiomas del mundo. Libros, artículos, folletos, discos, casetes, cintas magnetofónicas y películas sobre la "educación a todos los niveles", enfoques históricos, pedagógicos, sociológicos, psicológicos, filosóficos, técnicos y morales. Porque, entre otras cosas, el tema se lo disputan, en abierta o soterrada competencia, los expertos en todas estas disciplinas. Y, en este mundo contemporáneo, en el cual importan tanto las palabras, a veces más que la precisión de los conceptos, se ha logrado acuñar un nuevo lenguaje, abundante en neologismos, barbarismos, solecismos, hibridaciones semánticas, que muchos de los llamados "técnicos de la educación" manejan con cierta habilidad de malabaristas y prestidigitadores que sacan del ostentoso cubilete las palomas de la novelería, entre un batir de palabras sonoras y una abundante cantidad de estadísticas y diagramas para hacer más impresionante el poder mágico de toda su sabiduría. Casi todos estos sesudos estudios suelen estar atiborrados de expresiones tales como "nivel académico", "unidades docentes", "currículos", "estrategias de conocimiento", "marcos teóricos de referencia", "parámetros", "planificaciones educativas", "planteamientos epistemológicos", "prospectaciones escolares", "créditos", "mortalidad estudiantil", "explosión educativa", "diversificación", "áreas y subáreas", etc., de tal modo que, a la larga, cuando escuchamos o leemos a estos maestros, tenemos la sensación de estar frente a un nuevo idioma en el cual, en muchas ocasiones, se han sacrificado la sencillez y la claridad de los conceptos en beneficio del esnobismo y de expresiones que, en lugar de hacer luz sobre los problemas, lo que hacen es arrojar confusión y ambigüedad sobre los mismos.


Con cuánto pesar hemos escuchado y leído, de eminentes profesores, tildados de "sabios maestros y pedagogos", por ejemplo, la palabra "pénsum", usada a cambio de "plan de estudio" sin darse cuenta de que el horrible barbarismo que usan viene de la expresión latina pensa, es decir, pena o castigo. Para no hablar de otras expresiones tan ordinarias e inadecuadas como "carga académica", vocablo de arriería con el que se denota la cantidad de horas que el maestro o profesor debe dedicarle a la docencia o a la investigación; ni de la inapropiada expresión "mortalidad estudiantil" para designar a la cantidad de alumnos que, por una u otra razón, abandonan las aulas o se quedan rezagados en sus estudios.

Pero el problema de la educación, a pesar de todas estas innovaciones semánticas de tan dudosa procedencia, continúa en pie, haciéndose cada vez más fuerte y protuberante. Porque nos parece que a medida que elaboramos un nuevo y complicado idioma para diseñar un problema de fácil planteamiento (aunque de difícil solución), nos vamos alejando poco a poco de la verdadera esencia o naturaleza de dicho problema. De ahí, de la raíz misma, es de donde debemos partir siempre. La esencia, en el sentido filosófico de la palabra, nos permite hacer aquello de lo cual deberíamos partir en todo análisis y toda discusión: la identificación del problema objeto de éstos, la comprensión clara del fenómeno, lo que nos permitirá partir siempre del mismo concepto sin dar lugar a que cada persona que participe en dicho análisis o discusión lo haga con conceptos diferentes, algo que siempre da lugar a discusiones bizantinas, a confusiones perniciosas o a, como corrientemente se dice, en un lenguaje bastante gráfico y descriptivo, "resultar hablando en diferentes idiomas".


1. Instruir no es educar

El idioma no es más que un instrumento para la comunicación y, por consiguiente, para el conocimiento, y su validez está en razón directa a su eficacia. ¿Sirve acaso para aclarar los conceptos, para penetrar en la realidad y mostrarnos su imagen o, por el contrario, oscurece y distorsiona esa realidad, cubriéndola con falsos oropeles que dan esa sensación pretenciosa y pedante de sabiduría libresca? Porque, a veces, a los sabios de oropel y a los expertos y técnicos de manual les sucede lo que el oráculo de Delfos: con el uso de un lenguaje sibilino y ambiguo adquieren prestigio de sabios y únicos poseedores de esa verdad tan complicada, tan profunda y tan poderosa que nunca puede ser mostrada en su sencilla desnudez. Porque, en verdad, esa falta de conocimiento del idioma o el afán o prurito de alejarse de las palabras sencillas, pero precisas, es quizás uno de los factores que más han perjudicado el manejo y la comprensión del problema. Así, por ejemplo, se habla de educación, se la clasifica en varios niveles, se entra a discutir los métodos y las técnicas del aprendizaje, pero nos hemos olvidado de precisar el concepto que encierra esta bella palabra. Quizás la damos por conocida, es decir, partimos generalmente de un error común que no nos puede conducir sino por un camino de errores en cadena. El problema inicial está en que casi siempre suele confundirse educación con instrucción, y en este orden de ideas, pensamos o damos por aceptado que la educación es simplemente un proceso de transmisión de conocimientos y nada más.

Desde los griegos presocráticos, desde los sofistas mismos, la educación hacía relación a dos fenómenos diferentes, aunque correlativos. El primero, el esencial, el básico, era la formación del hombre, la formación del carácter, la transmisión de una serie de valores éticos con los cuales, a juicio de los rectores de la época, debía realizarse el hombre y ser persona útil a la sociedad y apto, por consiguiente, para la convivencia. Y el segundo, menos importante que el primero, hacía relación a la transmisión de los conocimientos técnicos, científicos, pragmáticos, que hacían de ese hombre ético y moral un ser económica y socialmente útil. Pero obsérvese que primero estaba la edificación del hombre, y luego a ese hombre éticamente configurado se le daban los conocimientos con los cuales iba a trabajar dentro de la gran máquina social. Es decir, primero el hombre en su esencia y luego en sus capacidades para producir bienes y servicios. Y, justamente, a esa simple transmisión de conocimientos que permiten hacer del hombre un médico, un ingeniero, un economista o un zapatero se la llamó instrucción. Pero a la formación del hombre anterior a la formación profesional u ocupacional se la llamó educación. Para los griegos, por ejemplo, que supieron armonizar el perfeccionamiento físico con el moral y el intelectual, primero estaba ese hombre tridimensional que la condición contingente de fabricante de sandalias o de cultivador de la vid.

2. El hombre-máquina


En este orden de ideas, con el correr del tiempo, particularmente en los dos últimos siglos, se consideró que la educación era la simple transmisión de conocimientos. ¿Y dónde está el hombre a quien transmitírselos? ¿Dónde esa materia prima, ese presupuesto básico? Pero... ¿importa acaso la formación de ese hombre tridimensional de los griegos? ¿No estamos, pues, en la Edad de la Máquina? ¿No es más rentable y, por consiguiente, más digna de atención la construcción de una computadora con sus posibilidades de perfeccionamiento para pasarlas de una generación a otra, como dicen graciosamente los personeros de la tecnología, asimilándolas a las leyes naturales de la herencia, propias de todos los seres vivientes? Pero (en realidad, el problema es muy claro en una sociedad de consumo, donde el hombre es simplemente un ser que produce y que consume, y donde el primer valor es el lucro) es apenas lógico suponer que a éste debe formársele para que cumpla esas funciones, propias de la sociedad en la cual vive: debe hacérselo apto para que produzca cada vez más y mejor y, por consiguiente, para que consuma más y más. El hombre-máquina, el hombre-robot, es decir, el hombre-esclavo, el hombre deshumanizado, el hombre-tuerca, el hombre-tornillo. Lo importante es, en esta sociedad, que el hombre sepa algo y lo sepa cada vez mejor. Poco importa que sea hombre de verdad, es decir, dueño de sí mismo, consciente de sí mismo; un ser que actúe conforme a unos valores éticos, morales y políticos, que sea consciente de su responsabilidad y su destino y, sobre todo, libre de verdad, libre no sólo en el sentido político sino, ante todo, en el sentido filosófico: un ser capaz de señalarse caminos y metas que alcanzar. Y menos aún importa que sea un ser que sueña. Y hablo de los sueños porque soñar es la más bella función del hombre. Construir sus mundos quiméricos, vivir en la dimensión de los anhelos y de las esperanzas, de la poesía y de las ilusiones, es la función más alta y más noble del hombre y es, justamente, lo que más lo diferencia del animal irracional. Naturalmente, esto no podrán entenderlo los cuasi-hombres que manipulan la tecnología, para quienes el ideal es que el hombre sea simplemente una máquina con dos necesidades básicas (como las computadoras): tragar y excretar ¿Para qué, pues, la conciencia crítica, la capacidad de análisis, la libertad de pensamiento y de acción, el mundo interior del que fluyen los sueños? ¿Para qué esto? ¿Luego no basta, en esta edad del rebaño, saber algo, hacerlo cada vez mejor y en menor tiempo, perfeccionar las cosas para las cuales vive el hombre?

3. La educación de los griegos


Tantos siglos que ha venido moviéndose la humanidad desde Sócrates ¿veinticinco?, y ningún sistema educativo ha logrado, en realidad, superar los planteamientos que sobre la educación hicieron los filósofos griegos, desde tiempos de los sofistas mismos hasta la guerra del Peloponeso. Esa formidable civilización grande e insuperada en cualquiera de los campos del humano sabe; había logrado nada menos que hacer del hombre un ser perfectible en el campo físico, en el campo moral y en el campo intelectual. Sabían que había que educarlo para que su cuerpo fuera cada vez más bello y más fuerte; educarlo para que su voluntad fuera cada vez más poderosa: como quien dice, un motor que pusiera a andar con firmeza y tenacidad sus propósitos y sus anhelos en busca de sus metas; educarlo para que su conciencia fuera clara y justa y limpia; educarlo para que estuviera por encima de las dificultades, para que mirara con altura y con grandeza los obstáculos y la adversidad; educarlo para que señalara con nitidez las metas de su vida y pudiera alcanzarlas plenamente; educarlo para la convivencia pacífica y honesta con sus semejantes; educarlo para la comprensión, para el análisis, para la crítica constructiva; educarlo para vivir en armonía con la naturaleza y, por consiguiente, consigo mismo; educarlo, en fin, para la cosa más importante que puede hacer el hombre: vivir como hombre. (A esto lo llamaron los griegos, simplemente, sabiduría). Entonces pensaron que la educación tenía por objeto hacer hombres sabios. De ahí que, para el griego de aquella época, la educación se iniciara con el adiestramiento del cuerpo, llegando a la destreza, a la agilidad y a la resistencia. Y en todo esto estaba envuelto un ideal estético. Para alcanzarlo, había que correr, saltar, domar potros salvajes, practicar los ejercicios físicos y el deporte, desde la infancia misma. Y a ese organismo fuerte y bello, como nos lo muestran el Auriga de Delfos o el Discóbolo o todos los atletas de Fidias y Praxiteles, se le inculcaron valores éticos y morales que hicieron del hombre un ser apto para la pacífica y hermanable convivencia, dentro de los conceptos de lo justo, de lo bello y de lo bueno. Y a este hombre bien configurado física y moralmente se le agregaba un tercer ingrediente: los conocimientos que debía tener para ganar el honrado sustento y para serle económicamente útil a la sociedad. Pero esto era lo último. Porque se suponía que el atributo de trabajar debía estar subordinado naturalmente al de ser hombre en el verdadero sentido de la palabra. Que no era otra cosa que ser fuerte, ágil, justo, honrado, discreto y, sobre todo, libre. En ese proceso de la realización humana está todo lo que caracteriza al hombre como tal: su inteligencia, su sensibilidad, sus ideales y sus sueños.


La instrucción, es decir, la transmisión de conocimientos sobre las ciencias, las artes y los oficios, era apenas la culminación de ese proceso educativo que partía siempre de un principio elemental: primero, hacer hombre y, luego, hacer de ellos unos profesionales o trabajadores en cualquier campo del humano laborar. Porque el producto del trabajo llevará el sello de quien lo haga.



¿Sucede esto ahora, con tanto experto en educación y tantas facultades y escuelas y tantas teorías y tantas técnicas y tantas palabras nuevas que se acumulan en libros y más libros sobre esta pobre sociedad de nuestro maravilloso mundo actual? ¿Nos preocupamos acaso, en los jardines infantiles, en las escuelas o los colegios, en las universidades, por hacer hombres de verdad? Ciertamente, hace muchos lustros que en el mundo entero no se educa. Sin embargo, ¡hablamos tanto de educación! Porque, sin darnos cuenta, hemos confundido educación con instrucción. ¡Y tenemos en Colombia hasta un Ministerio de Educación! Mucho más consecuentes y más modestos y, por lo consiguiente, más honrados pudieron ser nuestros abuelos, que hasta los años treinta del siglo XX llamaban a esas oficinas administrativas, modestas e incompletas coordinadoras de la instrucción, con el simple apelativo de Ministerio de Instrucción Pública.


4. La educación para la convivencia


Decíamos que, en más de veinte siglos, la humanidad no ha logrado superar el concepto que tenían los griegos de la época de Pericles sobre educación. Porque quizás en lo único que se ha avanzado es en las técnicas del aprendizaje y de la enseñanza. Dos aspectos pragmáticos o procedimentales de la educación, en los cuales, no puede negarse, se han hecho avances considerables. Pero no por esto podemos confundir los fines con los medios. Porque, en lo relacionado con la esencia de la educación, con su filosofía, quizás hayamos retrocedido inexplicablemente.

En cuanto a la filosofía de la educación, ella nos remite, en primer lugar, al problema de su finalidad. Entonces nos preguntamos: educar ¿para qué? Volviendo a la civilización griega, estudiándola con atención, podríamos responder: se educa para la convivencia.


Ciertamente se trata, como se expresó antes, de hacer hombres integrales, físicamente fuertes, psicológicamente sanos y aptos para esa convivencia armónica, y moralmente dignos, justos, responsables, orientados en la vida conforme a unos principios y en seguimiento de unos objetivos útiles para la sociedad y, por ende, para sí mismos. Objetivo nada fácil. Cuyos resultados llevarían, seguramente, a una sociedad de hombres libres, en el verdadero sentido de la palabra, y además justa y pacífica. Los griegos tenían el sentido de las proporciones, de la mesura y de la armonía. En ellos encontramos cómo conjugar el perfeccionamiento de las facultades físicas con el de las intelectuales y las morales.


Los planes educativos del mismo Platón, que, de paso, no estaban muy lejos de lo que era la educación en la época de Pericles, que es su propia época, contemplaban con sumo rigor esas tres etapas de la formación de la personalidad humana. Pero, quizás, como lo que el gran idealista pretendía era formar no simples hombres sino gobernantes-filósofos, sus planteamientos pueden parecernos bastante rígidos y exagerados. Pero, en principio, en la Atenas de aquella época de esplendor, cuerpo y espíritu eran el objeto de ese moldeamiento, de ese buril maravilloso de la verdadera educación. Los juegos en Olimpia fueron quizás el reflejo de ella, y tenían como acicate y medio pedagógico a la vez la competencia. Competencia física, culto público a la fuerza, a la destreza, al vigor, a la agilidad. Y era tan noble el espectáculo, que los atletas, corredores, lanzadores de jabalina, arqueros, discóbolos, luchadores, etc., se presentaban desnudos para que el pueblo pudiera admirar la belleza del cuerpo humano que los grandes escultores plasmaron en el mármol y en el bronce para admiración de sus contemporáneos y de las siguientes generaciones. Pero a este culto público del vigor y la belleza se unió el culto a la inteligencia, al cultivo de la mente, al esfuerzo creador, a la belleza intelectual. Simultáneamente con los juegos y los deportes se realizaban competencias en las que a los poetas vencedores se los coronaba con el laurel verdecido al igual que a los atletas. Y en cuanto a las condiciones de excelencia moral, ellas se expresaban, espléndidas, en el carácter mismo de los competidores, en el esfuerzo, en la lucha, en la tenacidad, en la hidalguía de la competencia, en el dominio de la voluntad. He ahí, pues, en los juegos olímpicos, reflejado el culto del griego al carácter, al cuerpo y al espíritu.


5. La hora actual


Como decíamos anteriormente, es innegable que, especialmente durante el último siglo, se han logrado notables avances en el campo de la metodología y de las técnicas de enseñanza y, más concretamente, de instrucción, con la ayuda de avances tecnológicos como la aplicación de los medios audiovisuales. Pero, insistimos, en cuanto a la educación misma, a sus objetivos, a su esencia, es decir, en cuanto a la filosofía de la educación, sufrimos un considerable retroceso. Porque se ha olvidado la edificación del hombre. Poco importan la formación del carácter, el dominio de la voluntad, la transmisión de valores morales. La filosofía en boga, si es que a esto se lo puede llamar filosofía, es la del éxito profesional. Importa más la capacitación técnica y científica. Interesa mucho hacer personas que dominen un oficio, una artesanía, una profesión; no importa que ellas carezcan de principios morales, de motivaciones sociales, de nociones claras de solidaridad humana, de espíritu comunitario, de altruismo, de dignidad y de ética profesional, con lo cual estamos produciendo un peligroso espécimen a todos los niveles, más caracterizado por su desdén hacia todo lo que no sea económicamente productivo ni gratificante en la escala de valores de la sociedad de consumo. Ética ¿para qué? Lo que importa son los fines. Los medios pueden ser cualesquiera, especialmente la competencia sin moral. Los fines son muy claros: producir cada vez más. Es, ciertamente, un espécimen nuevo fácilmente identificable por su vocabulario, lleno de tecnicismos y barbarismos con los que suele darle apariencia de ciencia a lo que generalmente no es otra cosa que un pobre conjunto de conocimientos empíricos, de tecnologías trasplantadas sin un proceso de adecuación a nuestra sociedad. Fácilmente identificable, también, por su comportamiento ramplón, inadecuado, de hombre que siempre vive de prisa y siempre habla de valores económicos como cualquier ejecutivo, administrador de empresas o economista asalariado al servicio de cualquier trust o monopolio nacional o internacional. Personajes así son quienes ordinariamente, en su lenguaje, se confunden con sus empresas cuando dicen "nosotros hacemos", "nosotros tenemos" (dos verbos importantes), y quienes justamente dicen, desde el plinto de su olímpico desdén por los valores del espíritu, que la filosofía no sirve para nada. Y tiene razón: las cosas no sirven para nada si no se conocen ni se utilizan.


Pero lo grave es que este otrora raro espécimen, que ya va convirtiéndose angustiosamente en un arquetipo social y que ha venido invadiendo los campos no sólo de la industria, el comercio y la banca sino también los de la política y la educación misma, se ha venido llevando por delante, sin ninguna consideración ni respeto, todo lo que pudo ser la base para una vida honrada y limpia, para la cual el altruismo, la solidaridad, la honradez, la discreción y el respeto a los semejantes y a la naturaleza eran valores fundamentales que aseguraban la libertad, la tranquilidad y la creencia en valores trascendentales a la vida misma. Estos dómines que esconden la vacuidad de su formación intelectual detrás de sus léxicos y de sus jergas de dudoso origen, que han hecho de las máquinas un dios y del lucro un paraíso, son justamente los que les encuentran siempre soluciones "técnicas y científicas", pero no "humanas", a los problemas del hombre. Éstos son los sabios que arreglan situaciones golpeando con el martillo de su sabiduría las tuercas y tornillos de la sociedad, sin importarles nunca que esas tuercas que golpean representen no solamente valores económicos sino, fundamentalmente, valores morales y espirituales de compleja morfología. Y esos profesionales deshumanizados, dueños de unas tecnologías deshumanizadas, son nuestros modelos, nuestros arquetipos, a quienes hay que admirar y seguir en los colegios y universidades como paradigmas de progreso y del éxito social.



6. ¿Quién y Cómo se está educando?


En síntesis, si en la escuela, en el colegio o en la universidad no se atiende a la formación del carácter, a la transmisión de valores morales, no se está educando. Hoy es cuando más se le trasmiten conocimientos en ciencias, en artes y en tecnologías a un hombre deshumanizado, pobre en metas y en ideales. A un hombre sin libertad, aunque ese hombre pueda vociferar y tirar piedra y amenazar con su acción los basamentos mismos de la empresa donde trabaja y de la sociedad contra la cual conspira. Sin libertad, porque la libertad implica la elección racional y ponderada de metas y caminos. Y si les damos ciencia y tecnología a hombres deshumanizados, tendremos como consecuencia una ciencia y una tecnología también deshumanizadas. Y a la larga tendremos el mundo que hoy, con horror, con angustia y con asombro vemos levantarse.

¿Quién ha tomado, pues, en el mundo contemporáneo, esta importante función de educar? Tenemos la radio, el cine y la televisión, de los que tanto alarde hacen nuestros estadistas, nuestros ministros y nuestros pedagogos, disfrazados de técnicos y expertos como si fueran cualquier otro tipo de especuladores económicos. Maravillosos instrumentos podrían ser éstos de la educación del hombre libre, del hombre dueño de sí mismo, señalador de metas y realizador de las mismas.


Entonces la pregunta surge de inmediato: ¿se está educando al pueblo a través de la radio, el cine y la televisión, las tres grandes conquistas del Siglo XX? Y si ello es así, si la respuesta es afirmativa, ¿qué valores éticos y morales se están transmitiendo a través de esos poderosos instrumentos de comunicación masiva?



Sí, en verdad se están transmitiendo eficazmente muchos valores. Algo más: se está construyendo un mundo nuevo. Se está difundiendo una filosofía. Se está haciendo lo que los Estados y los gobiernos no han querido hacer. O, quizás, lo que no están en capacidad de hacer sin contar con estos tres instrumentos, hoy en manos de los personeros de la sociedad de consumo. ¿Cuáles son, pues, esos valores maravillosos que ellos transmiten en su labor permanente y sistemática de educar al pueblo, de instruirlo, de sacarlo de la ignorancia y del atraso? Basta prender la radio o la televisión o ir a un cine cualquier día de la semana para saberlo. Los discursos y las palabras sobran. Usted mismo, bondadoso lector, puede comprobarlo. ¿Valores? Sí, claro. El lucro es el único valor en la sociedad de consumo. Y la hidalguía, la dignidad, la solidaridad social, el altruismo la convivencia pacífica, el respeto a la dignidad humana, ¿dónde quedan? La mayor parte de los llamados "enlatados", procedentes de la "gran civilización tecnológica del dólar", son exaltaciones y apologías del éxito individual, logrado a través de la audacia y la violencia.


Porque este tipo de producciones o enlatados es "taquillero". "Eso es lo que le gusta al pueblo: ¿qué hacemos nosotros?", dicen los empresarios de estos esperpentos. Y agregan, con su pesada lógica de comerciantes: "Apenas recogemos, a través de nuestras encuestas, estadísticas… lo que la gente quiere. En eso está nuestro éxito; somos apenas los receptores de esos deseos colectivos. Sí; el pueblo necesita, para emocionarse, para vibrar, grandes dosis de violencia y grandes dosis de pornografía". Pero nosotros preguntamos: ¿por qué? Porque a través de esos mismos medios se han creado y cultivado, con toda la técnica propia del sistema, esas necesidades. Y, aunque no fuera así, aunque nuestros pueblos fueran consustancialmente esas bestias ávidas de violencia y de pornografía, ¿no se trata, pues, de educar?



7. El héroe de la sociedad de consumo

La verdad monda y lironda es que, en todo el mundo, la programación de la televisión se compone principalmente de telenovelas de escaso valor estético en las que la sensiblería, el esnobismo y la cursilería se hacen la más dramática y conmovedora competencia; series detectivescas y policíacas de cuyas tramas la violencia y la crueldad parecen ser el condimento esencial; películas y cortos donde la pornografía y el rastacuerismo campean minuto a minuto; documentales de guerra con toda su brutal crudeza; locutores que maltratan y aporrean el idioma a cada instante; propagandas empalagosas, alienantes y mentirosas, ofensivas a la dignidad personal, algunas de ellas consistentes en estribillos de mal gusto, trozos de obras famosas de los grandes maestros de la música convertidos en avisos cantados de alguna pasta alimenticia, algún desodorante o alguna prenda íntima. Rara vez se ve un programa de valor cultural. Y, sobre todo, hay que soportar la presencia permanente del héroe de la sociedad de consumo, del arquetipo del mundo contemporáneo: el hombre que ha llegado a hacerse rico, poderoso e influyente, y cuyas credenciales frente a la sociedad son el chalet, el penthouse, la maravillosa residencia, la chequera, la tarjeta de crédito y el automóvil último modelo. Ése es no solamente el héroe de gran parte de los enlatados extranjeros y las telenovelas criollas, sino también el arquetipo de los avisos comerciales, el que usa los mejores desodorantes y perfumes, los mejores relojes y las más elegantes prendas de vestir, el play boy a quien aman todas las mujeres, el cautivador, el subyugante, el gerente impecable, el ejecutivo irresistible, cautivador de corazones y dominador de voluntades, digno de toda admiración y todo respeto. El modelo humano que les estamos presentando a los niños y a los jóvenes de quienes esperamos un mundo mejor. Y, en verdad, ¿podemos esperar que lo construyan aquellos a quienes estamos alimentando con tantas dosis de inautenticidad, de odio, de pornografía y de violencia?


8. Los nuevos valores


Los sociólogos ya han detectado y evaluado claramente las constantes de la televisión en el mundo entero. Ellas son: alienación, extranjerismo, machismo, colonialismo, sexo, violencia, chabacanería, extorsión, culto al dinero, inversión de valores y pornografía en grandes o medianas dosis. Pero, al decir de productores y programadores, es una televisión "balanceada" para todos los gustos. Y eso es lo que a ellos les importa. Y es, sobre todo, bastante productiva desde el punto de vista económico. Razón inquebrantable, de acuerdo con la nueva lógica y la nueva moral del lucro.


Pero, como sucede que el lucro es el valor primordial, casi único, de esta sociedad de consumo, para obtenerlo cualquier medio es lícito, de acuerdo con su propia filosofía: audacia, traición, violencia, comercio con lo que antes fuera dignidad.... Hasta la mujer, flor de otras épocas, es objeto de explotación económica. Su imagen desnuda o incitantemente semidesnuda suele ser el leitmotiv para anunciar todo: artículos alimenticios, ropa interior, toallas higiénicas, automóviles, cervezas, todo. ¿Y la violencia?... Ah, sí...: la violencia es bella, incitante, emocionante?... ¡y productiva! Hasta los niños deben educarse dentro de su ámbito nefando. Por eso hay que darla en pequeñas o grandes dosis en las tiras cómicas de los periódicos y en los muñecos animados de los cines y en las películas y los cuentos infantiles.


Y, después de todo, ¿decimos que no se está educando al pueblo? Y después de todo, ¿afirmamos que no se están transmitiendo valores? Y después de todo, ¿nos rasgamos las vestiduras frente al mundo que nosotros, en este siglo XXI, estamos construyendo?.